Como cada mes de septiembre toca arrancar el curso, unos lo harán en las aulas, otros en los despachos y la prensa tecnológica se repartirá entre Santander (para acudir al 39º Encuentro de la Economía Digital y las Telecomunicaciones que organiza Ametic), Berlín (para cubrir la ingente cantidad de novedades que se presentarán en IFA 2025) o se esperarán unos días a que sea Apple quien les marque el arranque con el lanzamiento de sus iPhone 17. Mientras tanto, en los despachos de Madrid y Bruselas, la conversación no gira en torno a gadgets, sino a algo mucho menos glamuroso: la defensa y la seguridad tecnológica.
Porque tras el parón estival, la geopolítica manda. Conflictos como la invasión rusa de Ucrania, la escalada en Gaza y la creciente inestabilidad en el Sahel han dejado de ser titulares lejanos para convertirse en una sombra permanente sobre la agenda española y europea. La realidad es incómoda: la seguridad ya no se juega solo en los campos de batalla, sino en los servidores, en las redes y en los algoritmos. Y ese escenario obliga a replantear prioridades con una urgencia que hace apenas tres años parecía impensable.
El impacto de la guerra en Ucrania ha forzado a Europa a abandonar la complacencia. España se ha comprometido con la OTAN a elevar el gasto militar hasta el 2% del PIB. Una cifra que, más que un objetivo, suena a salvoconducto para seguir en la mesa de decisiones atlánticas. Pero, ¿en qué se gastará ese dinero? Aquí está la clave: no solo se trata de tanques, fragatas y ametralladoras, sino de tecnologías que definen la guerra del siglo XXI.
Ciberseguridad, inteligencia artificial, redes seguras y drones son la nueva artillería. Los ciberataques contra infraestructuras críticas son hoy un arma estratégica, y la inteligencia artificial se ha convertido en el cerebro que coordina operaciones, analiza datos y toma decisiones en segundos. Las telecomunicaciones seguras también están en el centro: los conflictos han dejado claro que depender de redes vulnerables es como entrar en combate con las trincheras sin cavar.
En este contexto, España invierte. Programas como el SIRTAP (Sistema Remotamente Tripulado de Altas Prestaciones), entre otros, a los que se destinarán más de 770 millones comprometidos hasta 2030, son una muestra de esta apuesta. Pero la pregunta incómoda sigue ahí: ¿refuerza esto nuestra soberanía o simplemente nos convierte en ensambladores de soluciones diseñadas fuera?
El concepto de tecnología dual —productos con uso militar y civil— se presenta como la panacea. ¿Quién puede oponerse a invertir en satélites que mejoran la defensa si también conectan pueblos sin fibra óptica? ¿O a financiar algoritmos que predicen ataques, si luego pueden optimizar la logística sanitaria? Esta narrativa dulce oculta un hecho: gran parte de estas tecnologías siguen viniendo del exterior.
Es cierto que programas como el Future Combat Air System (FCAS), en el que España colabora con Francia y Alemania, prometen impulsar la I+D+i nacional, generar empleo cualificado y consolidar centros tecnológicos. Pero la experiencia reciente invita a la cautela.
Europa habla con vehemencia de autonomía tecnológica, mientras permite que sus startups más prometedoras acaben en manos extranjeras
Europa habla con vehemencia de autonomía tecnológica, mientras permite que sus startups más prometedoras acaben en manos extranjeras. El caso español es ilustrativo: Panda Security pasó a Watchguard; Innotec Security, a Accenture; VirusTotal está en Google; Farsens en Powercast; Komand en Rapid7. ¿De verdad estamos construyendo soberanía o simplemente adornando la dependencia?
"Sin una coordinación real entre administraciones, empresas y universidades, los millones corren el riesgo de convertirse en un espejismo"
El Gobierno insiste en que la Base Industrial y Tecnológica de la Defensa (BITD) saldrá reforzada. Sin embargo, el reto no es presupuestario, sino estratégico. Sin una coordinación real entre administraciones, empresas y universidades, los millones corren el riesgo de convertirse en un espejismo, como está ocurriendo en otras áreas como la del Perte Chip. Y la ventana de oportunidad es pequeña, porque la competencia internacional es feroz. Estados Unidos, Israel, Corea del Sur o Turquía no esperan: innovan, patentan y exportan.
España necesita definir sus nichos, desde la protección de infraestructuras críticas hasta el desarrollo de drones tácticos y comunicaciones seguras. Pero para ello no basta con declaraciones ni con los fondos europeos. Hace falta visión, gobernanza y voluntad de que la innovación se quede aquí. De lo contrario, las inversiones públicas terminarán engordando la cuenta de resultados de empresas foráneas.
El arranque del curso deja una certeza: la guerra ha cambiado, y con ella la forma de medir la seguridad. Ya no se trata solo de blindar fronteras físicas, sino de blindar redes, datos y sistemas. Pero no hay soberanía posible si la tecnología estratégica se diseña y controla fuera de nuestras fronteras.
En este nuevo tablero, la inversión en defensa no puede entenderse como un gasto, sino como una apuesta por la resiliencia digital. El riesgo está en que esta apuesta se convierta en una ficción, mientras Europa sigue dependiendo de chips asiáticos, software estadounidense y satélites ajenos. Si eso ocurre, el mensaje será claro: la tecnología seguirá apuntando, sí, pero no necesariamente en la dirección correcta.