Hoy, el mercado está lleno de embajadores (y dircoms) que promocionan teléfonos que no usan, cámaras que no encienden y auriculares que solo se colocan cuando hay una sesión de fotos. La paradoja es evidente: quienes presumen de representar la innovación digital lo hacen, en muchos casos, desde una desconexión absoluta con la realidad tecnológica.
Hay casos muy sonados como los de futbolistas de primera línea (futurólogos, influencers, músicos, actores...) que son embajadores de una marca, pero utilizan la otra (el primero en ‘liarla’ quizá fue Iker Casillas cuando andaba promocionando el Galaxy S4 de Samsung mientras compartía tuits escritos desde un iPhone). Más allá de los ejemplos que son miles, el problema no es tanto la elección del embajador, sino la desconexión entre el mensaje y la realidad: ¿qué valor tiene una recomendación tecnológica si ni siquiera quien la hace cree en el producto?
Las campañas con celebridades prometían cercanía, autenticidad y una conexión directa con el público. Sin embargo, la saturación de colaboraciones ha convertido esa estrategia en un espectáculo de apariencias. Muchos influencers promocionan una marca el lunes y su competidora directa el jueves (o peor, muestran en el día a día cómo utilizan la competencia, desvirtuando por completo el mensaje). La coherencia brilla por su ausencia, y el público, cada vez más crítico, empieza a detectar el artificio.
En el sector tecnológico, donde la experiencia de uso, la innovación y la fiabilidad son esenciales, esta frivolización resulta especialmente dañina. No se trata de una barra de labios ni de un perfume; se trata de dispositivos que definen la forma en que se trabaja, se comunica y se crea. Cuando un embajador presume de “rendimiento excepcional” y luego publica desde otro terminal, el mensaje se desploma. La publicidad se convierte en parodia, y la tecnología en mero atrezzo.
"La hipocresía no se limita a los rostros famosos. En demasiadas ocasiones, son los propios responsables de comunicación y marketing quienes caen en la misma incoherencia"
La hipocresía no se limita a los rostros famosos. En demasiadas ocasiones, son los propios responsables de comunicación y marketing (e incluso los directivos del famoso C level) de grandes marcas tecnológicas quienes caen en la misma incoherencia. Basta con mirar los móviles que utilizan algunos de ellos para entender el problema. Si quienes deben proyectar la confianza en un producto no lo eligen para su uso personal, ¿por qué habría de hacerlo el consumidor? Es un síntoma de una enfermedad más profunda: la pérdida de convicción en el propio mensaje.
Esta situación recuerda al clásico “haz lo que digo, no lo que hago”. Un modelo de comunicación que podría funcionar en un episodio de Succession, pero que, aplicado al mundo real, erosiona la credibilidad de empresas que invierten millones en marketing para luego tropezar con su propia falta de coherencia. En un entorno tan competitivo como el tecnológico, donde cada lanzamiento se analiza al detalle, esa incoherencia se convierte en un lujo que ninguna marca debería permitirse.
Cuando el discurso se vacía de contenido, el sector entero sale perjudicado. Las colaboraciones superficiales diluyen el valor de la innovación y reducen el papel de la tecnología a un simple complemento de moda. Así, el móvil deja de ser una herramienta de productividad o creatividad para convertirse en un accesorio de estatus. El mensaje implícito es perverso: lo importante no es qué hace el dispositivo, sino quién lo muestra en pantalla.
"Frente al ruido de las campañas vacías, el trabajo de los medios especializados queda muchas veces eclipsado"
Esta dinámica genera una distorsión que afecta también a la percepción pública del periodismo tecnológico. Frente al ruido de las campañas vacías, el trabajo de los medios especializados queda muchas veces eclipsado. Las cifras de clics y las métricas de alcance pesan más que el rigor o la independencia. Sin embargo, el público informado distingue entre una opinión fundamentada y un eslogan disfrazado de reseña. Y esa diferencia, aunque silenciosa, sigue marcando la frontera entre la información y la propaganda.
En los últimos años, además, la credibilidad del sector se ha visto aún más erosionada por una práctica cada vez más extendida: los premios que no premian el mérito, sino el patrocinio. En demasiadas ocasiones, los galardones tecnológicos acaban en manos de los principales clientes publicitarios o, peor aún, de las marcas que han costeado o promovido los propios premios.
¿Qué valor tiene un reconocimiento cuando está condicionado por una factura? Esa lógica de “paga y gana” vacía de sentido los certámenes y desprestigia al conjunto de la industria. Frente a ese modelo complaciente, iniciativas con jurados profesionales e independientes, como los IV Premios CarDesign.es, demuestran que aún es posible reconocer la excelencia sin someterla a intereses comerciales.
A este problema se suma otro igual de preocupante: la figura del creador de contenidos que se disfraza de periodista para emitir juicios de valor disfrazados de análisis. Muchos de ellos proclaman que el producto de turno es “el mejor” no por su calidad o innovación, sino porque es la marca que les invita, les cede material o simplemente les presta atención. Esa confusión entre información y promoción daña tanto al periodismo como al propio consumidor, que termina recibiendo mensajes sesgados bajo la apariencia de objetividad.
"La profesión atraviesa una encrucijada en la que la independencia informativa debe reafirmarse"
En este contexto de confusión y descrédito, la defensa del auténtico periodismo se vuelve una tarea urgente. La profesión atraviesa una encrucijada en la que la independencia informativa debe reafirmarse frente a las presiones económicas, políticas y mediáticas. No se trata de idealizar un pasado sin grietas, sino de recordar que sin rigor ni honestidad no hay periodismo posible.
En ese sentido, la intervención de David Alandete esta semana en el Congreso de los Diputados sirve como recordatorio de la importancia del compromiso profesional y de la libertad informativa. El corresponsal de ABC en Washington ha acudido a la Comisión Mixta de Seguridad Nacional para explicar sus investigaciones sobre la injerencia rusa en el procés y los contratos del Gobierno español con Huawei, y ha aprovechado su comparecencia para denunciar el clima de hostilidad que algunos políticos (y aquí yo sumaría a ciertos directivos y responsables de prensa) alimentan contra la prensa. “Se parecen a Trump”, advirte, al criticar los intentos de desprestigiar a periodistas y jueces. Su mensaje, tan contundente como necesario, subraya una verdad incómoda: cuando se desacredita al mensajero, lo que realmente se ataca es el derecho de los ciudadanos a estar informados.
Alandete recuerda en su intervención que su trabajo, el de los periodistas en general, no consiste en construir relatos cómodos, sino en exponer hechos, incluso cuando incomodan. “Matar al mensajero es una mala estrategia en democracia”, defiende (y yo me sumo a esta defensa). Sus palabras resuenan más allá del Congreso porque reflejan la esencia del oficio: investigar, contrastar y contar lo que ocurre, no lo que conviene. Un recordatorio que el sector tecnológico haría bien en escuchar.
"El periodismo tecnológico, al igual que el político, no puede sobrevivir si se pliega al poder, sea el de los gobiernos o el de las marcas"
Porque el periodismo tecnológico, al igual que el político, no puede sobrevivir si se pliega al poder, sea el de los gobiernos o el de las marcas. La tecnología necesita observadores críticos, no voceros complacientes. Frente a los focos y los titulares patrocinados, la labor informativa debe recuperar su sentido original: servir al público, no a los intereses corporativos.
Decía el filósofo francés André Gide que “no hay más verdad que la que uno busca ver” y si la industria tecnológica y los medios especializados aspiramos a recuperar la confianza del público, es fundamental mirar más allá del brillo de las campañas y apostar por la coherencia, la independencia y la transparencia. Porque, al final, la influencia real no se mide en seguidores ni en premios, sino en principios. Y el respeto del consumidor, de nuestros lectores, igual que la confianza, no se compra: se gana.