Por mucho que lo adornen con verborrea jurídica y anteproyectos “consensuados”, la nueva norma del Gobierno sobre el secreto profesional de los periodistas abre una puerta demasiado peligrosa. Una puerta tras la que no hay libertad, sino vigilancia. No hay democracia, sino sospecha. No hay prensa libre, sino periodistas con un troyano en el bolsillo.
El secreto profesional del periodista, recogido en el artículo 20 de la Constitución Española, no es un privilegio, sino un dique de contención. Un muro que separa al Estado de la información sensible, que protege a quien filtra, a quien denuncia y, por ende, al derecho de la ciudadanía a recibir información veraz (también recogido en la Constitución Española, artículo 20). Ese muro ahora se quiere agujerear desde dentro, con un virus legal que se disfraza de regulación garantista, pero que es, en el fondo, una ingeniería normativa peligrosa para el periodismo, especialmente en la actualidad.
Espía primero, pregunta después
El nuevo texto prevé que, en ciertos casos (terrorismo, corrupción, trata de seres humanos, revelación de secretos o delitos “graves” cuya definición es tan elástica como la agenda política del día), los jueces puedan autorizar medidas de “vigilancia intrusiva”. ¿Qué significa esto? Que se podrán infiltrar programas espía en los móviles, ordenadores y sistemas de los periodistas sin su conocimiento. Un espionaje preventivo, casi profiláctico, amparado en una ambigua “seguridad nacional”.
¿El objetivo? Localizar al filtrador, detenerlo, procesarlo, encarcelarlo. Todo ello mientras al periodista se le deja indemne, como si espiar su dispositivo no supusiera una vulneración estructural de su trabajo. La técnica recuerda a esas dictaduras en las que se persigue al disidente sin disparar al mensajero, pero cortándole la lengua.
Seguridad nacional: el cajón de sastre perfecto
La “seguridad nacional” se ha convertido en el comodín de todos los excesos. Nadie sabe exactamente qué abarca, pero todo el mundo teme su invocación (y si no, que se lo digan a Huawei o a cualquier empresa china desde que Trump llegó, por primera vez, a la Casa Blanca). Si un periodista accede a una documentación que compromete a un alto cargo, ¿es eso seguridad nacional? Si una fuente filtra un informe económico que tumba una narrativa oficial, ¿se activa el espionaje?
La línea entre proteger al Estado y blindarlo frente a la crítica es tan fina como el alambre que divide poderes en la España actual
La línea entre proteger al Estado y blindarlo frente a la crítica es tan fina como el alambre que divide poderes en la España actual. El Ejecutivo legisla lo que afecta al Judicial, mientras el Legislativo debate a golpe de decreto. Y entre tanto, se crea una norma que no solo desprotege al periodista, sino que lo convierte en un canal de vigilancia institucional. Bienvenidos a la democracia monitorizada.
Cuando el papel lo aguanta todo, pero la Constitución no debería
La Constitución Española no solo protege el secreto profesional del periodista. Protege el derecho a la información, a una opinión libre y a una prensa no sometida a vigilancia. ¿O acaso olvidamos que el Tribunal Constitucional ha declarado que el derecho a no revelar las fuentes es una garantía colectiva, no individual? Si cae el secreto, cae el periodismo. Y con él, la opinión pública informada.
El problema no es solo lo que permite el texto. Es lo que no impide. No se especifica el plazo de las escuchas. No se limita la retroactividad. No se exige control parlamentario previo. Y en plena era digital, donde cada mensaje puede ser interceptado, donde el correo cifrado es rutina y donde un periodista se convierte en objetivo solo por tener un móvil, eso es una barbaridad jurídica.
Un periodismo acorralado por su propia utilidad
El Gobierno dice actuar de la mano del sector. Cita a la FAPE, a sindicatos y a plataformas afines. Pero muchos periodistas, los que pisan la calle, los que investigan casos de corrupción, los que publican filtraciones incómodas, saben perfectamente qué implica esto: que a partir de ahora tendrán que volver al bolígrafo y la servilleta, al sobre sin remitente, a las cabinas de teléfono. Porque el smartphone ya no será una herramienta, sino una trampa.
El caso de los periodistas de Mallorca a quienes se requisaron los móviles, o el intento del juez Del Olmo de forzar a El Mundo a entregar documentos sobre el 11-M, ya anticiparon el terreno pantanoso. Con la ley actual, ambos casos habrían acabado con programas espía instalados de forma legal. Nada de ciencia ficción: es pura tecnología aplicada a la represión del derecho a informar.
"Se trata de defender la arquitectura del sistema. Porque si hoy se pincha el teléfono de un periodista “incómodo”, mañana será el de uno incómodamente correcto"
En medio de todo esto, no se trata de defender a personajes concretos. Ni a Quiles, ni a Ndongo, ni a nadie que instrumentalice la prensa para su agenda. Se trata de defender la arquitectura del sistema. Porque si hoy se pincha el teléfono de un periodista “incómodo”, mañana será el de uno incómodamente correcto. Y el paso entre lo uno y lo otro lo decidirá un juez, motivado por un informe, inspirado por una urgencia que puede ser tan real como interesada.
La libertad de prensa no se negocia por decreto ni se garantiza con leyes ambiguas. Se defiende con límites claros, con salvaguardas judiciales firmes y con un compromiso real de no convertir la vigilancia en norma. Porque lo que está en juego no es solo el futuro del periodismo, sino el derecho de la ciudadanía a saber, contrastar, criticar y decidir con información libre.
Como se dice (atribuido a George Orwell)… “El periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás es relaciones públicas”. Pues eso: menos relaciones públicas. Y más libertad, por favor.
Foto: Depostiphotos