Durante años, la Unión Europea ha observado con creciente preocupación cómo un puñado de gigantes tecnológicos consolidaban un poder sin precedentes sobre sus ciudadanos y la economía de sus empresas. La respuesta no se hizo esperar, se dictaron: la Ley de Mercados Digitales (DMA) y la Ley de Servicios Digitales (DSA).
Las Leyes de Servicios Digitales (DSA) y de Mercados Digitales (DMA), pilares de la nueva regulación tecnológica de la Unión Europea, entraron en vigor en España como Reglamentos comunitarios de aplicación directa, marcando un cambio fundamental en el panorama digital. La Ley de Servicios Digitales (DSA) comenzó su plena aplicación a todas las plataformas en línea el 17 de febrero de 2024, con el objetivo de establecer un entorno en línea más seguro y responsable, si bien las plataformas más grandes ya estaban sujetas a las normas más estrictas desde antes. Por su parte, la Ley de Mercados Digitales (DMA), que busca garantizar la competencia justa imponiendo obligaciones a los grandes actores tecnológicos conocidos como gatekeepers (guardianes de acceso), empezó a aplicar sus principales exigencias a estos gigantes a partir de marzo de 2024, tras su designación formal por la Comisión Europea.
Ambos mandatos, realmente, no son solo leyes; son una declaración de principios
Ambos mandatos, realmente, no son solo leyes; son una declaración de principios. Son el testimonio de que los gobiernos pueden y deben regular el espacio digital, no para censurar, sino para proteger la competencia, la libertad de elección del usuario y la seguridad de sus ciudadanos. Todo esto, en buena teoría.
La respuesta a la activación de estas leyes podría parecer positiva: Europa consigue obligar a los colosos tecnológicos a mover ficha, reconfigurando los cimientos de sus imperios digitales.
DMA doblega el poder de los "Guardianes"
Es verdad que la Ley de Mercados Digitales nació con un objetivo claro: desmantelar los feudos digitales creados por los "guardianes de acceso" (gatekeepers), esas plataformas con un control tan férreo sobre sus ecosistemas que dictaban las reglas del juego.
A partir de su publicación, hemos visto cómo Google se ha visto forzado a modificar sus resultados de búsqueda, abriendo espacio a sus competidores en ámbitos como los vuelos o los mapas, donde antes se favorecía descaradamente a sus propios servicios. Amazon tiene ahora prohibido utilizar los datos de los vendedores de su marketplace para lanzar productos que compitan con ellos, una práctica que asfixiaba la innovación y la competencia.
Pero, quizás, el caso más emblemático es el de Apple. La empresa de Cupertino, celosa guardiana de su App Store, ha tenido que abrir las puertas a tiendas de aplicaciones de terceros en iOS. Esta decisión, impensable hace solo unos años, promete democratizar el acceso al mercado de aplicaciones y, potencialmente, reducir las draconianas comisiones que ahogaban a los desarrolladores. La imposición de multas multimillonarias por parte de la Comisión Europea es la prueba fehaciente de que las palabras se han convertido en hechos.
La Unión Europea asegura que la DMA no solo busca castigar; busca reestructurar el mercado. Su impacto es visible en la mayor elección para el usuario y en una ligera brisa de competencia que empieza a sentirse en pasillos que antes eran monopolios absolutos. Aunque ahora con la IA todo vuelve a cambiar.
DSA, un Internet más seguro y responsable
La Ley de Servicios Digitales, por su parte, aborda el elefante en la habitación de la seguridad y la moderación de contenido. Su misión: acabar con la impunidad y la opacidad que permitían a las plataformas eludir responsabilidades por los contenidos ilegales o dañinos que proliferaban en sus espacios.
Plataformas como Meta (Facebook, Instagram) y TikTok están ahora bajo el escrutinio directo de la Comisión Europea, afrontando investigaciones formales por presunto incumplimiento de sus obligaciones. Ya no pueden escudarse en ser meros intermediarios. Ahora deben actuar, y con transparencia.
La DSA exige a estas empresas implementar mecanismos robustos y claros para la moderación de contenido, y les obliga a ser más transparentes sobre sus algoritmos de recomendación. Esto significa que los usuarios europeos tienen el derecho a entender por qué ven lo que ven, y la opción de rechazar las recomendaciones basadas en un perfilado invasivo. Además, se han impuesto restricciones a la publicidad dirigida a menores, un paso crucial para proteger a los más vulnerables.
El potente lobby en contra
Sin embargo, el viaje hacia una Internet verdaderamente justa y segura se presume largo y tortuoso. Las grandes plataformas de Internet ejercieron mientras se debatían, un intenso lobby contra ambas leyes porque estas normativas representan una restricción significativa a sus modelos de negocio, su poder de mercado y su autonomía.
La ofensiva de lobby emprendida por los gigantes tecnológicos en Bruselas tuvo como eje central el impacto directo que la nueva regulación europea podía tener sobre sus operaciones y su posición de dominio
La ofensiva de lobby emprendida por los gigantes tecnológicos en Bruselas tuvo como eje central el impacto directo que la nueva regulación europea podía tener sobre sus operaciones y su posición de dominio. La Ley de Mercados Digitales (DMA) fue uno de los principales frentes de oposición pues, diseñada para frenar los abusos de los llamados gatekeepers —Google, Meta, Amazon, Apple, Microsoft o ByteDance y más tarde Booking—, la norma limita prácticas fundamentales para su hegemonía, como el self-preferencing, que permite favorecer sus propios servicios frente a los de terceros dentro de sus ecosistemas. También introduce obligaciones de interoperabilidad en servicios de mensajería, facilita la desinstalación de aplicaciones preinstaladas y restringe la combinación de datos personales entre productos de la misma compañía con fines publicitarios, poniendo en riesgo uno de los pilares de la economía digital actual.
A su vez, la Ley de Servicios Digitales (DSA) incorpora nuevas exigencias de transparencia y responsabilidad en la moderación de contenidos ilegales o dañinos. Las plataformas denuncian que el aumento de obligaciones podría derivar en una eliminación excesiva de publicaciones y afectar a su tradicional rol como meros intermediarios. La exigencia de abrir la ‘caja negra’ de sus algoritmos, ofreciendo además alternativas de recomendación no basadas en el perfilado, podría, según ellos, revelar secretos industriales celosamente guardados.
En definitiva, el lobby tecnológico trató de preservar la autonomía en la gestión de sus plataformas y proteger unos modelos de negocio basados, en gran medida, en el control de datos, la publicidad dirigida y su posición privilegiada como guardianes de acceso al ecosistema digital; pero sobre todo, trató de diluir su compromiso para no asumir su responsabilidad ante la ley.
Se suman los fracasos
Lo que nació como un proyecto ilusionante corre el riesgo de convertirse en un ejemplo de cómo la ambición regulatoria se queda en papel mojado
Hoy, con la perspectiva que nos dan un par de años de aplicación, la conclusión es amarga: ni los usuarios ven mejoras palpables ni las grandes tecnológicas han perdido realmente su poder. Lo que nació como un proyecto ilusionante corre el riesgo de convertirse en un ejemplo de cómo la ambición regulatoria se queda en papel mojado y la realidad se ha encargado de poner las cosas en su sitio.
Y es que los estudios muestran que la transparencia que exige la DSA es más formal que real: se generan bases de datos gigantescas pero incompletas, inconsistentes y difíciles de auditar. Los mecanismos de supervisión no están plenamente operativos y las plataformas siguen controlando cómo y qué reportan. En paralelo, la DMA ya ha dejado efectos contraproducentes como el que denuncia el sector hotelero de caídas en las reservas directas y una dependencia aún mayor de intermediarios, justo lo contrario de lo que se buscaba.
A esto se suma la tibieza de la Comisión a la hora de sancionar. Aunque la ley prevé multas multimillonarias, las penalizaciones hasta ahora han sido tímidas y muy lejos de las que de verdad dolerían a gigantes como Apple, Google o Meta. Estas compañías, además, han encontrado en la apelación jurídica un escudo para retrasar la aplicación efectiva de las obligaciones. Y mientras tanto, los usuarios europeos apenas perciben cambios: siguen atrapados en ecosistemas cerrados, con pocas alternativas reales y con problemas de transparencia en la moderación de contenidos.
Más preocupante todavía es que las propias normas parecen haber generado efectos colaterales indeseados
Más preocupante todavía es que las propias normas parecen haber generado efectos colaterales indeseados. Como decíamos, en algunos mercados, la competencia se ha reducido en lugar de crecer; en otros, se observa cómo la carga burocrática ahoga más a las pequeñas empresas que a los titanes digitales; y el resultado es un marco que suena muy ambicioso en las notas de prensa pero que en la práctica no ha conseguido alterar las dinámicas de poder.
Por eso, hablar de fracaso no es exagerado. El fracaso no es tanto en la intención —que sigue siendo legítima y necesaria— sino en la ejecución. La DSA y la DMA han demostrado que regular el mundo digital no se logra con grandes titulares, sino con una aplicación firme, coherente y adaptada a las realidades del mercado. Y ahí, Bruselas ha fallado.
Sin embargo, son muchos los que creen que Europa aún está a tiempo de enderezar el rumbo: aplicar sanciones ejemplares, ajustar las normas para evitar daños colaterales y, sobre todo, dar más voz a usuarios y pymes en la supervisión.
Tal y como decíamos al principio, problemas como la desinformación —entre otros muchos— devoran a una sociedad que vaga por las redes de la información desorientada e indefensa a expensas de que los magnates de Internet hagan buena la máxima de Víctor Hugo en ‘Los Miserables’: “¡Ciudadanos, ciudadanos, es preciso ante todo ganar dinero; la virtud viene después! Y que, por cierto, tuvo su inspiración en las Epístolas de Horacio, Libro I: A Mecenas: “Oh, ciudadanos: el dinero ante todo; después, la virtud”.